domingo, 1 de noviembre de 2015

EL CIUDADANO, EL PINTOR Y EL EREMITA

Esta es la semblanza que he escrito para el catálogo de mi paisano el pintor Manolo Tosar (Tosar Granados), que ahora expone en Jerez de la Frontera, en los claustros de Santo Domingo.




Cuando el pintor Tosar Granados es el ciudadano Manolo Tosar, con su melena y su barba de reminiscencias bíblicas, con su piel tostada y tersa de santificado, te da la impresión de que se trata de un eremita que acaba de volver de los rigores del desierto de cumplir una larga y mortificante penitencia por sus disipaciones.

Hablas con Manolo Tosar y ahí tienes un gran espectáculo: gesticula gallardamente con el aplomo de un monarca escapado de una obra de Calderón de la Barca, te dice algo con su voz imponente de tenor, mueve la mano en el aire como si el aire fuese un lienzo, se levanta de la silla y da dos vueltas sobre sí mismo para celebrar una ocurrencia o para escenificar un asombro, dice algo y se tapa de inmediato la boca para dar a entender que quizá no ha debido decir lo que ha dicho, te interroga con un alzamiento de las cejas si ha debido decir eso que ha dicho, le confirmas que él puede decir lo que se le antoje, se ríe con su risa de bucanero bueno de los mares del Sur, se mesa la susodicha barba bíblica, distrae durante un segundo los ojos vivaces en una lejanía abstracta, como si buscase allí un argumento perdido, te mira, se mira un poco por dentro y complementa toda esa teatralidad con una frase sentenciosa que de inmediato se arrepiente de sí misma, de su solemnidad y vehemencia, para coronarla al instante con un alegre disparate, acompañado convenientemente de la ya referida risotada de aristócrata de la piratería.


Eso en la calle. Porque, en cuanto se encierra en su estudio, en su taller de blancuras y de espectros de colores, ahí tenemos ya a Tosar Granados, el maestro pintor, el que discute con los fulgores y las sombras, el que pacta con las figuras huidizas, el que pone cepos líricos a la luz para apresarla, para darle un molde y un sentido, para ponerla más en claro. El Tosar Granados que construye deslumbramientos geométricos. El Tosar Granados que pronuncia el abracadabra de la blancura para que se haga la blancura. El hechicero que transforma la luz incorpórea en una materia densa y expansiva. El de los corros de personajes grotescos. El de las muchedumbres arábigas que parecen estelas de colores en fuga.


Ahí, en su estudio, hablando y batallando consigo mismo, gesticulando para sí mismo, convirtiendo en tangible lo incorpóreo, es donde Manolo Tosar, el ciudadano con aspecto de eremita, se convierte en el eremita Tosar Granados: el solitario ante su arte. El hombre que recrea los desiertos infinitos y las esquinas pequeñas. El constructor de un mundo de azoteas y de páramos, de escenarios entre reales y oníricos: tan reales a veces, que dislocan la realidad; tan oníricos, que acaban resultando delicadamente hiperreales.

Allí, en su taller de alquimista que sabe convertir la nada en luz, es donde Manolo Tosar se repliega sobre sí mismo para que hoy podamos disfrutar, en fin, de los encantamientos minuciosos y refulgentes de los cuadros de Tosar Granados.

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