viernes, 27 de mayo de 2011

BANCOS


En teoría, una entidad bancaria tendría mucho de entidad filantrópica si en la práctica no tuviese nada de entidad filantrópica, y mejor así tal vez, ya que a un banco de talante filantrópico apenas podríamos concederle unos seis meses de existencia, y aun eso si el ímpetu filantrópico no se le desmandase, pues no existe coladero mayor para el capital que el amor al prójimo, que resulta tan costoso como el odio al prójimo a escala global, según nos demuestran los índices mundiales del gasto bélico: casi tan caro sale mantener viva a la humanidad como intentar destruirla.

En buena medida, una entidad bancaria es un reino mágico: te cobran por prestarte dinero y te cobran por prestárselo tú.

Si andas necesitado de dinero y puedes ofrecer garantías inmuebles, el banco te da dinero a cambio de más dinero del que te da, circunstancia que permite a cualquier persona la emoción singular de endeudarse, síntoma inequívoco de progreso individual y, de rebote, colectivo. Como a nadie en este mundo le gusta prestar dinero, y dado que los bancos forman parte del mundo, los estrategas del prestamismo idearon en su día un ardid consolador para ese disgusto: prestarte un dinero que se revaloriza diariamente para ellos y que se devalúa a diario para ti, beneficiario de un dinero que te cuesta dinero, e incluso tienes que considerarte afortunado por disponer de ese parné maldito que atenúa de forma momentánea la evidencia de tu carestía de capital mediante el procedimiento portentoso de volverte aún más pobre que cuando no tenías un duro.

Por lo demás, un banco también te cobra cuando eres tú el que le prestas tus ahorros, lo que es ya habilidad que roza el prodigio. Bien es cierto que la banca en general ha inventado y puesto en circulación el mito de los intereses a favor del cliente, pero que levante la mano quien no haya visto disolverse en el aire esos presuntos intereses con otros conceptos menos míticos que actúan como neutralizadores de los intereses susodichos: las comisiones de apertura de cuenta, la cuota por el disfrute de las tarjetas de crédito, los gastos de correo y gestión, las comisiones de mantenimiento, las comisiones por ingresos de cheques, las comisiones por cancelación de préstamos o las comisiones por transferencia, entre otros trilerismos.

Con todo y con eso, es cierto que los bancos -a los que habría que sentar de tarde en tarde en el banquillo, siquiera fuese como medida preventiva- practican a veces la filantropía, así sea en el ámbito reducido de los multimillonarios; es decir, entre quienes no necesitan de los bancos y a quienes los bancos necesitan. Tal sector goza de la prerrogativa de estar exento del pago de los tributos antes enumerados, lo que nos lleva a recomendar desde esta tribuna a cualquier ciudadano que se convierta en multimillonario lo antes posible, pues de lo contrario no tendrá nunca dinero que le salga gratis.

Aparte de todo lo dicho, y de todo cuanto quedaría por decir, reciben también el nombre de “banco” los elementos del mobiliario urbano que sirven para que los transeúntes cansados de ser transeúntes recuperen fuerzas para reconvertirse en transeúntes, de modo que cada cual pueda seguir el rumbo que le corresponda en nuestro teatrillo universal.

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domingo, 22 de mayo de 2011

PALABRAS


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Hay palabras que parecen ajustarse con precisión a lo que designan. La palabra “plata”, por ejemplo, con esa “p” de prestigio y esa “t” que describe su frialdad. Una palabra, por cierto, que ha dado muchas vueltas desde el nombre latino argentum, que no suena a metal precioso, sino más bien a metal basto. Ahí está también la palabra “aurora”, que me parece perfecta, con ese arranque de aullido de lobo, como colofón a una noche más o menos de walpurgis, como suelen ser las noches de los inquietos.

En cambio, hay palabras que chirrían con respecto a lo que designan. La palabra “albornoz”, pongamos por caso, porque parece demasiada palabra para tan poca cosa, con una resonancia arábiga digna de causa mejor. Un albornoz sólo merecería llamarse albornoz si tuviese bordados y ornamentos, y habría de ser prenda que se usase a la salida de una bañera de mármol pulido, como poco, o de un estanque propio de un sultán, porque parece existir un ligero desajuste en el hecho de vestirlo a la salida de una cabina de ducha, así disponga tal cabina de mecanismo de hidromasaje. Otra palabra estupenda es “góndola”, porque no logra uno imaginar un nombre mejor para esas embarcaciones que Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana o española, describe de este modo: “Género de barquilla, de las cuales usan en Venecia para andar por las calles, como en tierra firme se sirven de los coches. No sé su etimología, si no está corrompido el vocablo de contola, de contus, en caso que se guiase con varal, que suele servir de remos”. Una barquilla para andar por las calles… Esas calles de agua ligeramente corrompida, como supone Covarrubias que lo está el vocablo.

La palabra “lino” tampoco está mal, porque sugiere limpieza y frescura. No así la palabra “vena”, que parece demasiado sintética para el proceso que lleva a cabo en ella la sangre, que tampoco es una palabra de premio, porque no da idea de su fluir, sino más bien de cosa inmóvil: sangre… No. Ahí nos hemos equivocado, me parece. La palabra latina sanguis estaba bien, sin ser nada del otro mundo, y me temo que nos hemos pasado en el grado de evolución etimológica.

Otra palabra acertada es “taberna”, aun siendo fea, porque describe bien el olor a vino derramado, a humo rancio, a sudor de laboriosos. Una palabra perfectísima es “geometría”, que en sí misma es una palabra geométrica, de igual modo que resulta aritmética la palabra “aritmética”. En cambio, el adjetivo “voluptuoso” constituye un ejemplo de desarreglo: todo el que la pronuncia parece tener una rana dentro de la boca. Ahora bien, para palabra ampulosa y desajustada, “bucólica”, que tan mal casa con la esencia de lo campestre, como casi todo lo esdrújulo, por poco llano que sea el terreno. Y nada más. Que tengan ustedes un buen domingo, que es una palabra sobre la que podríamos discutir.


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martes, 17 de mayo de 2011

NUBES



Es probable que, desde que el mundo es mundo, no haya habido dos nubes de forma idéntica, pues es condición natural de las nubes la versatilidad para asumir configuraciones singulares, lo que dice mucho a favor de su fantasía. (Y recordemos al filósofo Dilthey, que era de la opinión de que la fantasía poética es el fundamento de la creación libre.) Las nubes resultan muy elegantes cuando se deshilachan, y más aún si el atardecer se anima a teñirlas de un tono ambarino o purpúreo. Las nubes de la amanecida suelen ser espectrales, y más parecen manchadas que coloreadas, aunque también hay que tener en cuenta un factor ajeno a las consideraciones estéticas: casi nadie se levanta con demasiadas ganas de observar las nubes. Hay nubes obesas, de estructura fofa, que parecen carruajes de mercancía pesada encallados en el cielo, y no suelen presentar contornos definidos, de modo que son material de valor escaso para la industria imaginativa.

Por no se sabe qué razón, nos alegra el hecho de descubrir en una nube alguna semejanza con las cosas del mundo real o incluso del mundo figurado: el casco de un buque, la silueta de un duende barbudo con gorro frigio, el perfil de un dragón, el contorno de un sombrero… “¡Mira!”, decimos, y allá arriba está la nube con forma de quién sabe qué, pues suelen ser las nubes imprevisibles, por ese afán suyo de ser materia mágica, sujeta a mutaciones prodigiosas.

Al igual que cualquiera, las nubes tienen sus arranques de vanidad y hay veces en que deciden apoderarse por completo del cielo, sin dejar que el azul vanidoso brille en las alturas como el telón de fondo de un cuento de hadas. Se agrisa entonces el día, y es ese el color de los pensamientos melancólicos. Las nubes, convertidas en una sola nube, ponen una caperuza a la realidad, y bajo esa penumbra blanca tendemos a entristecernos y a pensar en la muerte, ya que nuestro ánimo, al ser muy frágil, se achica a la mínima, condenándonos de ese modo a bregar con lo sombrío.

Las nubes negras anuncian la lluvia, que es transparente. “Si las nubes de lluvia son negras, ¿por qué el agua de la lluvia no lo es?”, nos preguntamos. Y, antes de encontrar una respuesta, ya está lloviendo, y el agua que nos cae encima es pura y diamantina, y las calles se llenan de paraguas negros como las nubes negras, en un juego de simetría cromática.

Los pintores de cuerda paisajística retratan a las nubes, y siempre las sacan favorecidas, en virtud quizá de la armonía de la composición, porque mal quedaría en un cuadro de voluntad lírica una nube con forma, no sé, de olla a presión, pongamos por caso. Las nubes pintadas son siempre perfectas y están donde tienen que estar.

Conocí a un jubilado que se entretenía con la elaboración de un catálogo de nubes: a mediodía, se asomaba a la ventana de su cocina y se dedicaba durante un rato a inventariarlas. “Nube con forma de perro, al norte. Nube con forma de lancha motora, al noroeste”. Y así daba vuelo a su ocio, en buena parte porque la vida consiste en distraernos de la vida.

Las nubes nocturnas, por su parte, sirven de velo a la luna cuando está llena, que tiende a ocultarse, avergonzada quizá de su desnudez de dama errante que busca a su Pierrot de madrugada.


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martes, 10 de mayo de 2011

IMPUESTOS Y CALCETINES




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En estos tiempos de estrecheces generales e individuales, no entiende uno cómo las distintas administraciones de nuestro país biodiverso no han afinado todavía la inspiración para aumentar la recaudación tributaria, meta que podría alcanzarse a partir de medidas poco traumáticas y sujetas a ese principio ligeramente absurdo que suele regir el fundamento de la mayoría de los impuestos.

Podría gravarse, por ejemplo, el hecho de llevar los dos calcetines de un mismo color, de modo que tuviésemos que salir a la calle con una combinación más o menos aleatoria de calcetines distintos. Esta medida tan sensata plantearía un problema, como casi todo en este mundo: habría que crear un cuerpo de inspectores de calcetines, con el gasto que implica siempre la creación de un cuerpo funcionarial, aunque estoy seguro de que las multas impuestas a los ciudadanos rebeldes a la normativa de los calcetines asimétricos superaría con mucho el gasto que llevaría consigo el mantenimiento del cuerpo de inspectores de calcetines, siempre y cuando no haya que crear otro cuerpo de inspectores para los inspectores de calcetines, porque de sobra es conocida la leyenda de la dejación de funciones por parte del funcionariado. Pero, qué quieren que les diga: tengo plena confianza de antemano en ese potencial cuerpo de inspectores, ya que su tarea sería muy entretenida: “Levántese usted un poco los bajos del pantalón”, dirían los inspectores a un viandante sospechoso. Y el viandante sospechoso mostraría sus calcetines idénticos o disímiles, según su grado de respeto a las leyes. “Voy a tener que ponerle una sanción fiscal por llevar los dos calcetines de color marrón”. Y el viandante replicaría: “No, fíjese bien: los dos son marrones, pero uno es marrón de Siena y el otro marrón nogal”. El inspector, llegado a ese punto, sonreiría con esa sonrisa que sólo saben poner los que te tienen pillado en falta: “A mí no me venga usted con sutilezas, que todos los marrones son marrones”.

Este gravamen sobre los calcetines traería consigo además otras ventajas, aparte de la meramente recaudatoria: ahorraríamos muchas horas al año en la clasificación doméstica de los calcetines, porque creo que estarán de acuerdo conmigo en que la tarea de aparejamiento de la colada de calcetines no difiere mucho del esfuerzo de un tasador de joyas, por poco que tengan que ver los calcetines con las joyas, claro está. Por otra parte, la industria textil se vería fortalecida por un nuevo reto: el de vender pares de calcetines de combinaciones fantasiosas que cumplieran la ley sin ofender el sentido estético, porque lo cierto es que mucho valor y mucha confianza en uno mismo hay que tener para salir a la calle con un calcetín de cada color.

Y es que hasta mentira parece que ningún economista haya caído en la cuenta de que la reducción del déficit público puede depender de la adopción de medidas tan simples como esta.


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