martes, 31 de marzo de 2009

TOSAR GRANADOS





POEMA INÉDITO



CUADROS DE TOSAR GRANADOS


Hay algo en esta luz que se diluye
en unas soledades geométricas.
La claridad es velo de otras luces.
Las luces son el aire en duermevela.

Y figuras que forman un mosaico
errante en un espacio indefinido:
púrpura, bermellón, azul de océano,
añil de Oriente y siena fugitivo.

En la azotea en sombra vibra el cielo.
Un espectro de nieve: el cielo opaco.
Como nieve en la nada vuela el viento.

Qué exacto el laberinto y solitario.
Una calle sin nadie en su misterio.
Y el blanco tan en sí que es más que blanco.


Enero de 2009



FLORES


FLORES


Oscar Wilde escribió que la muerte es un buen precio por una rosa roja, que es frase propia de un esteta y que contiene una especie de abstracción lírica tal vez un tanto atolondrada, pues ¿qué rosa, por roja que sea, puede valer lo mismo que una vida?

Shakespeare puso en boca de Oberón, el rey de las hadas y los elfos, la fantasía de que la flor llamada "love-in-idleness" (nuestra trinitaria o pensamiento silvestre) fue traspasada por un dardo extraviado de Cupido, lo que tornó su blancura prístina en una coloración purpúrea. Si hemos de creer a Oberón, cuando el jugo de tal flor se aplica sobre los párpados de un durmiente queda éste hechizado y se enamora del primer ser vivo que se le pone a la vista, así se trate de un asno, que es lo que fue a sucederle a la reina Titania.

Ovidio avisaba de que la hora por venir habría de ser menos dichosa que todas las horas precedentes: las ramas blanqueadas por la escarcha él las había visto antes cubiertas de violetas, de modo que no dudó en darles a las doncellas un consejo horaciano envuelto en el celofán de la metáfora: "Coged la flor, porque si no la cogéis, caerá por sí sola marchita", consejo en el que insistió el poeta Ausonio.

En nuestro cancionero oímos esta voz: "Que todo se pasa en flores, / mis amores, / que todo se pasa en flores".

A mediados del siglo XII, Jaufré Rudel, príncipe de Blaya, se enamoró de la condesa de Trípoli sin haberla visto jamás, aunque fascinado por los comentarios que hacían de ella los peregrinos regresados de Antioquía. Por verla, se hizo cruzado, con tan mala ventura que, durante la navegación, cayó muy enfermo y llegó moribundo a Trípoli. Enterada la condesa de las dos enfermedades del desconocido, fue a visitarlo y el príncipe expiró entre sus brazos. En ese mismo día, la condesa se hizo monja. En los versos que escribió como bálsamo de sus fantasmagorías platónicas, Jaufré Rudel aseguraba que los largos días primaverales, con sus cantos de pájaros y sus espinos en flor, eran para él idénticos a los del invierno helado, pues tenía lejos a su amada.

Vicente Huidobro, el diligente poeta chileno, propuso "tocar un heliotropo como una música", al tiempo que concibió la pintoresca idea de que "Dios arranca los ojos a las flores pues su manía es la ceguera".
En 1924, el aviador, diseñador aerodinámico y escritor Fedele Azari publicó un manifiesto: La flora futurista y equivalentes plásticos de olores artificiales, en el que sentenciaba que "las flores en general desentonan en nuestra modernidad mecánica y sintetizada", como consecuencia de lo cual el pintor Oswaldo Bot concibió un "Jardín futurista" entre cuyas especies se contaban la flor rascacielos, la flor dinamo, la flor legislativa, la flor péndulo manubrio y la flor tricúspide angular.

Bienvenida sea, en fin, de una manera o de otra, la primavera.

lunes, 30 de marzo de 2009

ECHANDO EL RATO


ECHANDO EL RATO



Los libros pueden ser el reino natural de la fantasía, aunque su propósito último tal vez consista en convertirse en una interpretación de la realidad, así se apoyen en ensueños y en quimerismos, en patrañas y en leyendas, cuando no en puros disparates.

Collin de Plancy publicó en 1826 su Diccionario infernal, un recuento de seres diabólicos, prodigiosos, sorprendentes, venerables o sobrenaturales, según el caso. Una especie de Gotha de los inframundos. Una suerte de vademécum de anomalías celestiales, infernales y terrestres.

El autor puso al frente de su catálogo de portentos la siguiente apreciación de Plutarco: “El hombre supersticioso teme la tierra y el mar, el aire y el cielo, las tinieblas y la luz, el silencio y el ruido. Tiene miedo incluso de sus sueños”.

En una tarde ociosa, abre uno ese compendio de sobrenaturalezas y se deja llevar: “Cavadrio: pájaro inmundo, según el Deuteronomio. Nosotros no tenemos conocimiento de él, pero los rabinos aseguran que se trata de ave maravillosa cuya mirada curaba la tiricia. Para ello, era necesario que el enfermo y el pájaro se mirasen fijamente, porque, en caso de apartar Cavadrio sus ojos, el enfermo moriría en el acto”. Y cambiamos de tercio: “Belaam: demonio de quien sólo se sabe que el 8 de diciembre de 1632 entró en el cuerpo de la hermana Juana de los Ángeles, religiosa de Lodoun”. (Escaso currículo para un demonio, en fin: una sola posesión.) Poco después nos encontramos con la biografía de Belfegor, demonio de los descubrimientos y de las invenciones ingeniosas, aunque algunos rabinos lo consideran el demonio del pedo. Behemoth, por su parte, sería un demonio pesado y estúpido, glotón y lujurioso, que desempeñaría en el infierno el cargo de sumiller, en tanto que el bello Belial, aparte de ser uno de los más altos jerarcas infernales, ostentaría el rango de demonio de la sodomía, lo que no fue obstáculo para que Salomón lo pusiera cautivo dentro de una botella junto a todas sus legiones, compuestas por 522.200 diablos, de modo que pueden ustedes imaginarse el tamaño de la botella, aunque en asuntos de magia las cosas suceden al margen de las proporciones lógicas.

No faltan en el diccionario de Collin de Plancy las vidas ejemplares, como antídoto contra tanta diablura. La de san Salvio, obispo de Albi, pongamos por caso, que, tras padecer unas descompasadas calenturas y ser dado por muerto, sanó milagrosamente, extremo que le entristeció: “¡Ay, Señor! ¿Por qué me habéis devuelto a este lugar tenebroso?” Tampoco escasean los poseedores de habilidades utilísimas, como por ejemplo el cirujano y alquimista medieval Leonardo Fioravanti, que se jactaba de pegar las narices mutiladas. También hay lugar para el relato de competiciones pintorescas, como la que sostuvo la bruja Dominguina Maletuna con una rival: saltar desde lo alto de una montaña de los Pirineos y salir con vida de la prueba. (No hace falta decir que Dominguina resultó vencedora.)

Quimeras y quimeras y quimeras. Pasatiempos sombríos de la imaginación. Supersticiones miedosas. Cuentos para dormir con un ojo abierto y el otro cerrado, mientras la luna espectraliza la tiniebla, y el subconsciente aúlla, y la razón se da por vencida. O algo así.



ANDREA CAMILLERI




ANDREA CAMILLERI

(Prólogo a la traducción italiana de la novela Tratándose de ustedes, publicada por La Nuova Frontiera en 2002, en versión de Giorgio de Marchis, con el título de In via del tutto eccezionale.)




Antes de leer Tratándose de ustedes, reconozco que no conocía el nombre de su autor. Quiero inmediatamente confesar mi ignorancia porque sé muy bien las dimensiones de su vastedad y también porque, en este caso, sé que puedo encontrar fáciles justificaciones. La principal probablemente es que Felipe Benítez Reyes tiene la suerte de ser joven y de escribir en España: es casi imposible conocer todo lo que uno tiene tan cerca…

Pero tengo que reconocer que esta vez la sorpresa ha sido especialmente grata. Porque Benítez Reyes – autor del que yo espero se traduzcan pronto otras obras- con Tratándose de ustedes ha conseguido escribir un libro apacible y (¡cosa rara, rarísima!) también muy inteligente.

Apacible porque, leyendo la novela, se experimenta la sensación tranquilizadora de conocer perfectamente el mapa para encontrar indemnes la salida de su laberinto. Tratándose de ustedes nos habla, de hecho, en una lengua antigua pero conocida por todos aquellos lectores que desde siempre aman los inextricables enredos de historias.

Inteligente porque, una vez leída la novela, notamos que hemos pasado por un lugar totalmente nuevo, nos damos cuenta de que hemos visitado un país desconocido para el que nuestro mapa era completamente inutil y que hemos desafiado un laberinto del que, en realidad, no hemos salido nunca. Un lugar desconocido donde sobre todo se hablaba una lengua distinta, para la que simplemente no estabámos preparados.

Con esta novela de estructura al mismo tiempo tradicional y modernísima se experimenta, en dos palabras, el sutil placer de perderse, se goza de la renuncia a cualquier punto de referencia y, como en cualquier viaje, afortunadamente no turísticamente organizado, la unica pena es sólo cuando se llega al final, cuando volvemos a nuestra casa y nuestras sorpresas inevitablemente se domestican.

Es esta alternancia de modernidad y tradición, de dejá-vu y novedades sabiamente desconcertantes, lo que hace de la lectura de esta novela de Felipe Benítez Reyes un autentico placer. Yo la aconsejo como lector, no sólo como escritor.

Empresa meritoria publicarla. Creo que no hay mejor manera de estrenar una colección de novelas que publicar un libro como este que, a mi parecer, es sobre todo un cariñoso homenaje y una explícita declaración de amor a la sabiduría de quien escribe y al placer de quien lee.

domingo, 29 de marzo de 2009

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ





LA ELEGÍA JUVENIL DE JUAN RAMÓN JIMÉNEZ


(Prólogo a Elejías, Editorial Visor, Madrid, 2007)




El genio suele ser precoz, pero la genialidad suele alcanzarse a su debido tiempo. El ciclo de las Elejías se encuadra en esa fase creativa que Juan Ramón Jiménez redujo a la denominación de “borradores silvestres”; una fase bastante prolongada que acabaría atormentándole -no siempre con fundamento- durante el resto de su vida: su perfeccionismo soportaba mal los trámites ineludibles para alcanzar la perfección.


Da la impresión de que Jiménez quiso nacer enseñado, y es posible que así fuera, pero el caso es que tuvo que aprender, y de ese periodo de aprendizaje, muy fecundo, quedaron bastantes borradores imborrables y de valía muy irregular. Sus tormentos con respecto a esa etapa “silvestre” no sólo fueron de índole estilística, sino incluso también de índole meramente tipográfica: siempre se avergonzó de haber mandado imprimir Ninfeas en tinta verde y Almas de violeta en tinta morada, atrevimiento juvenil que, a su manera, también constituyó un aprendizaje –o tal vez un escarmiento- para quien luego sería uno de los tipógrafos más armoniosos y elegantes de la edición española.


En la obra aforística de Jiménez abundan las pruebas de ese afán de perfección loable o enfermizo, según se mire; o mejor: loable y enfermizo: “Ningún día… sin romper un papel”, o bien: “Mi mejor obra es mi constante arrepentimiento de mi Obra”.


Las Elejías forman un tríptico: Elejías puras, Elejías intermedias y Elejías lamentables. Fueron escritas entre 1907 y 1908, y se publicaron, respectivamente, en 1908, 1909 y 1910, a costa del autor.


Jiménez, al filo de la treintena, compone estos libros en su Moguer natal, adonde ha vuelto tras una estancia madrileña marcada por la vida literaria y por la vida de sanatorio. Tras la muerte de su padre, en 1900, los problemas económicos asedian a la familia, hasta llevarla unos años después a la ruina; mientras tanto, el poeta, seguro de su destino, se debate entre los versos y las crisis nerviosas, entre la tentación del suicidio y el pánico a morirse en cualquier instante, alejado del hervidero estético de Madrid para ir configurando su poética mediante una producción incesante e insaciable, alzando los muros de ese inmenso laberinto textual que es su obra, siempre en proceso, siempre rectificada y reorganizada conforme a una idea de organismo total, aunque no faltan indicios para suponer que el organismo acabó devorando a su creador, que se vio obligado a buscar un punto difícil de equilibrio entre su fertilidad y su sentido de la armonía, entre su deseo de perfección y su escritura apremiante. Él sabría si lo encontró o no. Nosotros podemos alimentar la duda. “Esta ha sido siempre mi vida: dejar y no acabar; el inquieto pase de una cosa a otra, y la ordenada acumulación del atraso”, escribió a Alfonso Reyes en 1937. A fin de cuentas, es posible que a Jiménez le hubiesen hecho falta dos vidas: una para escribir y otra para organizar y revisar lo escrito. Sea como sea, pocos ejemplos tan radicales de vocación pueden hallarse en la poesía española de todos los tiempos como el que representa él, incluso en la medida en que una vocación se convierte en obsesión, quizá porque la vocación verdadera exige ese grado de trastorno.


En sus Elejías, Jiménez se acoge a un único molde estrófico: el serventesio alejandrino, lo que otorga al conjunto un aire monótono, a pesar de los muchos recursos retóricos que despliega el poeta, quizá porque la variedad de los recursos queda neutralizada por la invariabilidad de la fórmula. Son escasos los poemas que presentan una autonomía de sentido, una rotundidad estructural como tales poemas. En realidad, las Elejías pueden leerse como un único poema fragmentado, como un discurso homogéneo en cuanto a tono, imágenes, metro y emocionalidad. Muy pocos poemas de este ciclo elegiaco soportarían el aislamiento: su valor está en función del todo.


El alejandrino –y más después de pasar por las manos de Rubén Darío- es un verso propicio a la ampulosidad, al permitir el recargamiento adjetival y las entonaciones grandilocuentes. Sin embargo, Jiménez recurre al alejandrino para vertebrar un discurso asordinado, sin relieves acentuales, en busca de un fluir apesadumbrado y cansino, aunque sereno, al margen de las caídas ocasionales en el patetismo, que se advierten sobre todo en las Elejías intermedias:

Estoy negro de vicio, de sol y de pereza,
roto para la lira y para los amores…

No podemos olvidar que estamos aún ante un poeta vulnerable a los ecos románticos, exaltados y excesivos, y al que la voz se le ahueca de vez en cuando. Aparte de eso, el autor de estas Elejías es un joven hiperestésico y narcisista, atento al más mínimo achaque de su espíritu para expresarlo. No se trata de un poeta meditativo, sino de un poeta sufriente que no extrae conclusiones de sus sentimientos: se limita a exponerlos. De ahí le viene tal vez al conjunto su fragilidad: su carácter solipsista, ese solipsismo que Antonio Machado, por influencia de Unamuno, señaló como un lastre para la actividad poética en su reseña de Arias tristes: “De todos los cargos que se han hecho a la juventud soñadora, en cuyas filas aunque indigno milito, yo no recojo más que dos. Se nos ha llamado egoístas y soñolientos. Sobre esto he meditado mucho y siempre me he dicho: si tuvieran razón los que tal afirman, deberíamos confesarlo y corregirnos. Porque yo no puedo aceptar que el poeta sea un hombre estéril que huya de la vida para forjarse quiméricamente una vida mejor en que gozar de la contemplación de sí mismo. Y he añadido: ¿no seríamos capaces de soñar con los ojos abiertos en la vida activa, en la vida militante? Acaso, entonces, echáramos de menos en nuestros sueños muchas imágenes, y tal vez entonces comprendiéramos que éstas eran los fantasmas de nuestro egoísmo, quizá de nuestros remordimientos. Lejos de mi ánimo el señalar en los demás lo que veo en mí, pero me atrevo a aconsejar a Juan R. Jiménez esta labor de autoinspección”.


El diálogo que tiene que establecer el lector con estos poemas resulta complicado por ese flanco que señala Machado, ya que se trata de un diálogo que le obliga a asentir a una formulación cuya única materia es el egocentrismo… ajeno. Y es que si bien es cierto que la poesía parece exigir que detrás de ella haya una conciencia, también lo es que hay conciencias que exigen un primer plano, conciencias que no proponen un coloquio, sino que representan una proclama. De todas formas, Jiménez fue consciente de la necesidad de la huida del yo en beneficio de la trascendencia del yo poético: “El poeta es un condenado a nombrar y su gloria única, que es gloria interior, está en perder su nombre en el de las cosas, el mundo, hasta quedarse anónimo por su incorporación, incorporarse por lo creado al mundo”.


El poeta –el poeta en abstracto y el poeta Jiménez en concreto- está considerado en las Elejías como un ser aparte, como un sujeto anómalo –orgullosamente anómalo- en la jerarquía humana. El poema XXXIV de Elejías lamentables, el que cierra el conjunto, es una afirmación –un poco remilgada tal vez- de la extrañeza intrínseca que representa la figura del poeta en una realidad estructurada en torno al valor de lo concreto:


Hombres en flor –corbatas variadas, primores
de domingo-: mi alma ¿qué es ante vuestro traje?
Jueces de paz, peritos agrícolas, doctores,
perdonad a este humilde ruiseñor del paisaje.

Yo no quisiera nunca molestaros, cantando…
Ved: este ramo blanco de rosas del ensueño
puede hacer una música melancólica, cuando
sonreís con los labios; pero yo no os desdeño.

En las Elejías, Jiménez está, en fin, descubriéndose: alguien que participa a partes proporcionadas de una indefinición de carácter y de un carácter singular, de la ingenuidad y de la astucia retóricas, de los sentimientos blandos y de las emociones rotundas, de las melancolías convencionales y del abismo verdadero, de la poesía de almanaque y de los ecos simbolistas que le han llegado de Francia y que hacen que en sus versos todo tienda a ser violeta, amarillo o de oro.

En Moguer, alejado de tantas cosas, aunque ni por un instante de sí mismo, un joven poeta, al borde de una muerte imaginaria, conversa, en fin, con sus melancolías, y empieza la salmodia:

Dulces rosas de olor, que entre la hiedra verde…


SALVADOR RUEDA


SALVADOR RUEDA, EN EL NAUFRAGIO DEL TIEMPO


(Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 701, noviembre de 2008)




La figura de Salvador Rueda (1857-1933) resulta menos admirable que enternecedora, a pesar de que nos admire la índole insobornable de su vocación poética. Vanidoso y adánico, torrencial y pretencioso, sus poemas, leídos hoy, quedan relegados al ámbito de lo pintoresco: algo que se ha quedado sin vida, quizá porque nunca la tuvo en realidad, ocupado como estuvo el poeta malagueño en levantar vistosos decorados para declamar ante ellos con voz ostentosa, fascinado por las posibilidades sonoras del lenguaje… y por poco más, sin duda porque aquello le bastaba, aquel alarde, a pesar de tenerse él por poeta de honduras y de cosmovisiones. Lo curioso es que su ideología poética, basada en la artificiosidad, no da la impresión de estar basada en una impostura estética sino en una absoluta fe estética en la impostura, hasta el punto de considerarse a sí mismo un poeta invulnerable al artificio: “Los poetas que no se ajustan para escribir versos a lo que impone rotundamente Dios y a lo que impone la sublime Madre Naturaleza no son, literariamente, hijos de la Gran Madre, sino solamente hijos de la Gran Puta”, según se desfogó en 1906, cuando llevaba acumuladas demasiadas desilusiones con respecto a sus contemporáneos, insensibles en su mayoría al reconocimiento de esa genialidad que el poeta de Benaque se otorgaba a sí mismo.


Admirador vitalicio de Zorrilla y protegido en su juventud de Núñez de Arce, tuvo Rueda una voz poética amplificada, predispuesta a ahuecarse a la mínima, a acampanarse, a buscar la música antes que cualquier otra cosa, siguiendo a rajatabla –tal vez antes de conocerla- la máxima célebre de Verlaine, pero se trataba la suya de una música que tenía muy poco que ver con la del poeta francés y mucho con la trompetería de su maestro vallisoletano. También Rubén Darío, diez años más joven que Rueda, padeció esa característica peligrosa: la voz de sonoridades huecas, la voz fatua que se escucha a sí misma, pero la melancólica verdad es que Rueda compartió algunos grandes defectos con el nicaragüense (la altisonancia, la incontinencia, la insustancialidad, el gusto por el oropel), aunque se quedó lejos de sus grandes logros.


A Salvador Rueda se le suele atribuir la condición de precursor, junto a Manuel Reina y –tal vez en menor medida- Ricardo Gil, del modernismo en lengua española, condición de la que disiente con vehemencia Max Henríquez Ureña en su Breve historia del modernismo, en la que Rueda sale mal parado no sólo como tal precursor, sino incluso como epígono del modernismo, en buena parte porque el crítico dominicano anduvo empeñado en presentar el modernismo como un fenómeno de origen exclusivamente americano y no estaba dispuesto a ceder ni un ápice -así fuese siquiera en el territorio de la mera anticipación- a unos presuntos premodernistas españoles en general y a Rueda en particular.


Para Henríquez Ureña, Salvador Rueda no fue precursor de nada, sino el que “se sumó antes que nadie en España” a “la revolución modernista” que vino de las Américas, con lo cual le escamoteó al pobre Rueda el fundamento de su delirio, que lo fue y no lo fue del todo, ya que puede contemplarse la posibilidad de un “latente modernismo español”, como apreció Pedro Salinas, un clima disconforme con “el casticismo academicista y la vulgaridad prosaica” que ya se manifestaba en algunos poetas españoles antes de la irrupción estelar de Darío.
Sea como sea, el concepto de “precursor” resulta espinoso: es evidente que ha habido poetas que han anticipado algo, pero que no han sido ese algo, y no conviene olvidar que la literatura es un continuum en el que las innovaciones son esclavas –a veces a su pesar- de las tradiciones, de modo que una anticipación estética no representa un fenómeno anómalo, sino la manifestación lógica de un proceso. Para que exista el precursor como tal, resulta indispensable la existencia del sucesor, y no cabe duda de que leemos al precursor en función de la aportación del sucesor: el precursor como indicio a posteriori. Todo precursor, en definitiva, lo crea la posteridad: un fantasma sobrevenido.


Según Luis Cernuda, en los libros que Rueda, Gil y Reina publican antes de la salida a escena de Darío “hallamos temas, ritmos y acentos que si difieren en algo de aquellos de los principales poetas modernistas americanos sólo es por pertenecer a otra tierra; no digamos que por pertenecer a otra tradición, ya que la tradición poética casi era la misma todavía en América y en España”. Cernuda señala que la influencia que Darío pudo ejercer sobre esos tres poetas tuvo que ser por fuerza tardía “y sus versos eran ya lo que eran antes de leerle”. Y va incluso más allá cuando indica que se trata de “una coincidencia en el tiempo de dos intenciones poéticas equivalentes, pero independientes una de otra, una americana y otra española; y repárese que digo intenciones poéticas equivalentes, lo cual en modo alguna implica que las crea de valor igual”. Tras de lo cual, Cernuda –que detestaba la poesía de Darío- abre el campo de visión y concluye que “el modernismo, aparte de sus rasgos específicos americanos, también ofrecía otros comunes con el movimiento literario esteticista que se da en muchos países poco antes del fin de siglo y durante el fin de siglo. Y es este movimiento, por razón de su prioridad, y no el modernismo, el que más o menos directamente pudo afectar la obra de los poetas españoles aludidos”; es decir, Rueda, Reina y Gil. Y se pregunta entonces el poeta sevillano: “¿Por qué no reconocer entonces que en España hubo poetas “modernistas” antes de que Darío trajera el modernismo de América a España?”


Al margen de que Cernuda fue un crítico que casi siempre juzgaba la historia literaria en función del grado de simpatía que dispensaba a sus protagonistas (aunque quién no), lo que cabría preguntarse también es si Darío trajo en rigor el modernismo a España o si se limitó a traerse a sí mismo, ya que Darío no era tanto un representante del modernismo americano como el más titánico –digámoslo así- de los poetas hispanoamericanos de su tiempo, aparte de ser –claro está- el más titánico de los poetas modernistas. Y habría que preguntarse asimismo si ha existido alguna vez un gran poeta que no haya sido un depredador no sólo de grandes tradiciones poéticas, sino también de poetas insignificantes, ya que el genio es omnívoro: lo mismo puede devorar para alimentarse a Shakespeare o a Verlaine que a un poeta menor de un pueblo cordobés o malagueño, porque todo gran poeta es una acumulación de factores insospechados e imprevisibles. Y Darío, el relamido y vigoroso Darío, fue sin duda un gran poeta, uno de esos grandes poetas que, más que iniciar algo, llevan una determinada estética a su extenuación: más allá sólo hay ecos. Tras Darío, el modernismo (en Juan Ramón Jiménez, en Manuel Machado, por ejemplo) tiene que reinventarse, precisamente para esquivar el riesgo de convertirse en rudendarismo más que en modernismo.


Por lo demás, es posible que no importe tanto que Rubén Darío fuese el padre y el espíritu mismo del modernismo como el hecho de que fuese su más esplendoroso artífice, quien más alto y más lejos llevó el entendimiento de la poesía como arte suntuaria, como sonoridad pomposa, como juguete verbal, ya que el modernismo no sólo era algo que estaba en el aire en algunos países de América –y digo exactamente eso: en algunos, porque en su primera hora no fue un fenómeno panamericano- y también por supuesto en España, sino que, aparte de eso, el modernismo no tenía a priori, como es lógico, rasgos de escuela, de modo que sólo podía sustentarse, para definirse, en el genio individual. Y ese genio fue Darío. A partir de él, el modernismo, como suele ser normal en cualquier movimiento literario diferenciable, derivó en escuela con la aportación de sus seguidores, y luego con los epígonos de esos seguidores, que son quienes caricaturizan una estética mediante el procedimiento de repetir fórmulas y de convertir así los gestos en muecas, la novedad en rutina y los símbolos en chatarra ornamental.


Ojalá me equivoque, pero me temo que Salvador Rueda, en sus inicios, en los libros que publica a finales del XIX, fue menos un premodernista que un casticista, un autor -como tantos otros- de poemas de registros rancios y previsibles; luego, cuando le dio por “revolucionar”, se aproximó a determinadas pautas modernistas, y algunos de sus poemas son tan banalmente desorbitados como los de Darío, pero, en cualquier caso, la cuestión se reduce a una evidencia decepcionante: Rueda fue un poeta intrascendente, de manera que no sabe uno si estos hilados tan finos merecen la pena. Aparte de eso, en este juego de precursores y renovadores poéticos habría que tener en cuenta la significación de Bécquer, con su poesía tan pegada a la anécdota de la vida, tan asordinada y escueta, invulnerable al hinchamiento retórico. Bécquer es un poeta vestido de paisano, no un poeta disfrazado de sacerdote de una religión estética, lo que le llevó a equiparar el asunto de sus poemas a las preocupaciones del hombre de la calle sin aplicar un rebaje artístico a sus textos. De ahí su modernidad, y de ahí su vigencia entre las generaciones sucesivas. Con este antecedente, en fin, y con arreglo a los resultados y no a los propósitos, Salvador Rueda, más que un poeta revolucionario, se presenta como un poeta reaccionario, descendiente directo de las gallardías verbales de Zorrilla, de las divagaciones melifluas de Núñez de Arce y, por mucho que le doliese, de la orquesta de trombones que llevaba por dentro Darío, que también venía de los dos vallisoletanos, como se encargó de indicar otro vallisoletano, Jorge Guillén: “Hasta 1885, por lo menos, los poetas operantes en el ánimo de Rubén son Zorrilla, Espronceda, Campoamor y Núñez de Arce. Éste le inflama su verbo elocuente. Campoamor le allana la expresión hasta lo prosaico. Espronceda le sugiere ingenuas copias, muy dóciles, de un 1840 sin encanto. Tal vez sea Zorrilla quien le descubra el camino mejor; sobre todo el más conducente al futuro Rubén Darío”. (En una carta de 1904 dirigida a Juan Ramón Jiménez, Darío reconoce que Abrojos, su primer libro, era “muy español, clásico y todo, y zorrillesco y nuñezdearcino”.)


Rueda es un poeta, en fin, que insiste en una poesía altisonante y gesticulante, pretenciosa y artificiosa, atenta a asuntos casi siempre estrafalarios; un poeta que elige la tradición del poeta iluminado y verbalista frente a la tradición del poeta esencial y reflexivo. Una elección en principio inobjetable, claro está -porque no hay tradiciones anacrónicas, sino poetas que revitalizan o bien que parasitan una tradición-, pero que presenta en este caso un inconveniente: Rueda era un poeta de pocos recursos estilísticos, de oído basto además, falto de control sobre sus logomaquias, mientras que Zorrilla y Darío fueron poetas de gran habilidad para la composición y de oído excelente.


Con todo, el pobre Rueda anduvo reclamando, hasta el final de sus días, su ascendencia artística sobre Rubén Darío. Rafael Alberti nos ofrece una estampa de su encuentro con un Rueda envejecido, casi ciego ya, ejerciendo como puede de bibliotecario en Málaga. Cuando Alberti le menciona al nicaragüense, Rueda dice: “¿Rubén Darío? Gran poeta, ¿cómo no? ¿Pero usted cree que hubiera podido existir sin Rueda? Muchos, tanto de aquí como de allá, le deben todo a Rueda, aunque no quieran confesarlo”.


Aparte del propio Rueda, ¿de verdad cree alguien que Rubén Darío, el grácil y superdotado Darío, podía deberle algo al tosco y voluntarioso malagueño? Cuando el nicaragüense publica Azul… en 1888 (aunque los poemas más vehementemente modernistas se incorporarían a la edición ampliada de 1890), el veinteañero Darío supera ya no sólo toda la obra de Rueda habida y por haber, sino también la de la mayoría de los poetas de lengua española de su tiempo. Y no digamos lo que supone la aparición de Prosas profanas, donde ya el fastuoso, el presuntuoso, el virtuoso, el tan precoz y rococó Darío despliega todo el esplendor banal de su arte.
Precursor o no, o en qué medida, que eso al fin y al cabo importa poco, el caso es que Salvador Rueda acabó enfrentado a la insurgencia modernista, tal vez no tanto por cuestiones estéticas como por razones estratégicas: él era partidario firme de una revolución poética en España, pero siempre y cuando se le reconociese la jefatura de esa revolución, ya que poca gracia podía hacerle una revolución que lo dejaba en situación de fantoche lírico, de paleto con ínfulas, de profeta declamatorio de una religión artística anticuada. Frente al exotismo que encandilaba a los modernistas, Rueda defendía una forma peculiar de telurismo, aunque a veces se dejase tentar por las fascinaciones clásicas y por las estampas orientales; frente a Mallarmé (una de sus bestias negras, a quien tildaba de “anti-poeta”, de “padre monstruoso de los lisiados rítmicos” e incluso de clorótico, aparte de acusarlo de escribir “estupideces”, a pesar de que Rueda no sabía ni palabra de francés), él abogaba por Zorrilla; frente al decadentismo de espíritu y de forma de los nuevos poetas, él se jactaba de ser un hombre sin filtros malsanos, apegado a la entraña de la tierra, respetuoso con Dios y atento al ser humano en general, con especial atención a las mujeres, que, según parece, sólo logró admirar a distancia, como admiraba las estatuas del Museo de Reproducciones Artísticas de Madrid cuando trabajó allí de archivero; frente a la torre de marfil, Rueda optaba por la tribuna de cualquier pueblo en fiestas para recitar ripios grandilocuentes; frente al cosmopolitismo, defendía el casticismo; frente a los extranjerizantes, “el genio español”. Y así sucesivamente. El entendimiento, en definitiva, resultaba difícil: para los modernistas, Rueda no representaba un maestro, sino una caricatura.


Juan Ramón Jiménez reconoció la influencia que ejerció Rueda sobre él en sus inicios poéticos, y lo retrata como “un simpático ebanista en domingo. Moreno rubial, ojos leonados, entre tristes y alegres, tupé y bigotes floridos. Andaba con paso lijerito y menudo, y, para saludar en la calle, jiraba todo el cuerpo (…) Tenía sus fobias irreprimibles: no le era posible cruzar una plaza ni pisar las juntas de las aceras. Hablaba meloso y bajito, con muchos suspiros, modismos e interjecciones populares”. En cuanto a la apreciación de su obra, Jiménez, con ese afinamiento tan suyo, tan elusivo como certero, escribe: “Salvador Rueda cantaba, en metros movidos de cuya invención se envanecía, temas nacionales, rejionales, democráticos; y en todos sus cantos tenía estrofas, versos sueltos de rica belleza intuitiva. Era una cigarra sencilla, un auténtico gorrión, salido, no sé cómo, del falso ruiseñor, tenor cantor hueco, de Zorrilla; y anduvo mucho entre los animalillos que luego habían de tentar al granadino Federico García Lorca”. Y añade: “Traía a la poesía española, seca entonces como un corcho, luz, embriaguez, vida; y se emborrachaba verdaderamente de mosto solar y lunar”.


En 1893, en una revista barcelonesa, Rueda publicó por entregas lo que al año siguiente se convertiría en libro: El ritmo (“el origen de la poesía moderna en España”, según el propio Rueda, siempre optimista con respecto a su papel histórico). Se trata de un ensayo en forma epistolar, con afanes de manifiesto, en el que, entre otras cuestiones, proclama la necesidad de un nuevo Zorrilla, “para que estremezca las petrificadas ondas de la poesía”, y en el que asegura que “Todo cuanto se escribe y se habla es ritmo”, acorde con su obsesión por la renovación métrica, que le llevó a declarar la guerra a los que denominaba con menosprecio “los endecasilabistas”, representantes de las viejas pautas. (En una carta que dirige a Eduardo de Ory en 1917, Rueda se refiere a El ritmo en los términos siguientes: “Ahora que al cabo de los años mil leo ese libro, me asombro de ver que soy yo quien lo escribió, no sólo porque en él está en bloque inconmovible el basamento de la poesía moderna y su estética y evolución, sino al ver también la valentía enorme, colosal, que ese libro representa arrojado en el tiempo aquel. ¡Me palpo la ropa a ver si soy yo mismo! Entonces, como ahora, mi estética es la misma, la que está cimentada en las leyes inalterables de la Naturaleza”. Y añade: “Lo demás es… al hombro y francesismo. Bien acaba de decir Dionisio Pérez que Darío se disfrazaba de truculencias decadentes francesas, para disimular que era un acogido a mi estética. Así fue y no hay más verdad que esa”.) Luego vinieron nuevos intentos ensayísticos, como la serie de artículos titulada “Mi estética” –también en forma epistolar-, porque fue Rueda un poeta con vocación teorizante, aunque se tratase de una vocación casi siempre interesada: acercar el ascua a su sardina, que él tenía por leviatán.


En 1884, Rubén Darío elogió sin reparo a Manuel Reina en un poema, en el que de paso citaba a Zorrilla, a Campoamor, a Manuel del Palacio y a Echegaray como los autores que “dan honra y prez” a España. En cambio, en el larguísimo poema que le escribió a Rueda para que sirviera de “Pórtico” a la segunda edición de su libro En tropel (1892), Darío se limitó a dedicar al malagueño algunos elogios protocolarios y a lucirse él con alusiones mitológicas y con versos rimbombantes. Cuando el nicaragüense llega a España a finales de 1898, comisionado por el diario argentino La Nación para escribir unas crónicas, aprovecha una de ellas para hacer una balance de la poesía española del momento, y en ese balance sale mal parado Salvador Rueda, a quien Darío acusa de estar en fase de decaimiento y de haberse despeñado “en un lamentable campoamorismo de forma y en un indigente alegorismo de fondo”. El sumo sacerdote, en fin, ante el altar de los sacrificios.


Rueda nos dejó testimonio –aunque a saber- de un pacto entre las dos grandes potencias de la poesía panhispánica (Darío y él, claro está), previo a la declaración de hostilidades: “…antes también de que él comprendiese que yo era hijo directo de la Naturaleza poliforme y polifónica, hicimos, como buenos camaradas, este pacto: de su parte, renovar nuestro ambiente literario con novedades traídas de París; y de la mía, proseguir mis tareas de revolucionario de la lírica”. Así era Rueda: un pobre diablo empeñado en no bajarse jamás de un podio que él mismo se había construido a su medida. Y, desde ese podio suyo agrietado, la diatriba perpetua, porque era de los que se afilan el colmillo a pesar de su apariencia de no matar ni una mosca: “Será cosa de que (…) los vates de América (salvo rarísima excepción) estén condenados eternamente a ser cacatúas; lo que oyen decir, aquello repiten”, o bien: “Hay que tirar puñados de cloruro de cal antifrancés en derredor del gran suceso y sanear el aire americanizado de imitaciones barriolatinescas”. Y, a propósito de Rubén Darío, escribirá: «Lo traía todo empaquetado y listo de Francia, como las corbatas, y no se desprendió jamás ni para dormir de su Diccionario de la rima, de sus diccionarios enciclopédicos y de sus antologías de poetas raros de Francia. No se asomó jamás con el cerebro, ni a la ciencia ni a la vida, y carece de contenido emocional y de contenido moral”. (Y no dudará en descender a lo que no se debe descender: “Darío era un hombre que ni en su conversación, completamente mate y vulgar, ni en hecho ninguno de su vida revelaba el menor asomo de poeta”.)

A falta de otra cosa, a Salvador Rueda le adscriben algunos a un movimiento estético digamos que oficioso: el colorismo, que apenas admite análisis por su vaguedad y que apenas soporta definición por su irrelevancia, por tratarse más de un matiz que de una característica: algo así, no sé, como una especie de parnasianismo castizo y populista, en el caso de que tal cosa sea imaginable.


El profuso Cansinos-Asséns (que equiparó el cromatismo de Rueda con el de Sorolla) también acabó degradando al poeta malagueño cuando, al escribir sobre Antonio Machado, contrapone “la fina línea romana, perenne en los monumentos latinos” de Machado a “la profusa pompa oriental” y “el centelleante cromatismo de los alcázares arábigos que Salvador Rueda erigió últimamente en cánones estéticos”. Y remata Cansinos: “La hipérbole, el color, las metáforas funambulescas son juegos infantiles de alguien que trepa y se encarama sin decoro por las severas columnas del arte”.


Salvador Rueda tuvo, en fin, su momento de gloria y acabó siendo aborrecido por la mayoría de sus contemporáneos, tal vez porque era un poeta débil, aunque disfrazado de gran vate. Con la llegada de los decadentistas, Rueda, que se tenía a sí mismo por poeta de musa “que bebió siempre agua pura”, se siente desplazado, en pugna con el brío trasgresor de los jóvenes, que preferían beber ajenjo, a imitación de los maudits de Francia. Una espiral pintoresca: de presunto precursor del modernismo a detractor enfurecido del modernismo.


Rueda es, en fin, un poeta que padece un mal destino como tal poeta: el de quedarse anticuado en vida, aunque él se rebelará con uñas y dientes –y con una dosis larga de paranoia- contra esa fosilización. En el volumen recopilatorio que tituló Cantando por ambos mundos dice de sus libros publicados a finales del XIX: “En la época en que me tocó la misión, dictada por la Naturaleza, de emprender la revolución de la poesía castellana, produjeron inaudita sorpresa e insólito asombro en el público, el cual, aterrorizado de mi audacia (se llamaba audacia a interpretar a la Naturaleza) pedía mi cabeza a grandes gritos creyéndome loco de atar y digno de la camisa de fuerza”. Y añade: “Literatos miopes hacían a diario toda clase de aspavientos en las revistas y diarios de entonces y saeteábanme (sic) con sus burlas sin sinceridad y sus sátiras sin convicción. Los mismos poetas que se apropiaban de mis innovaciones de estilo me apedrearon, sumándose todos contra mí”. (Gregorio Martínez Sierra, en el prólogo que puso a Piedras preciosas, de 1900, parece contradecir, no sabemos si por amabilidad, ese clima universal de linchamiento: “La grey poética de España, saturada de versos quintanescos, hastiada del artificio, al iniciar él la poesía de la vida, de la verdad, del alma, se lanzó arrebatada en seguimiento suyo como enjambre de mariposas que se precipita sobre la luz”.)


Algunos libros de Rueda se adornaron con prólogos firmados por Gregorio Martínez Sierra, Curros Enríquez, el argentino Manuel Ugarte y Miguel de Unamuno, entre otros. Se produce un episodio curioso cuando Rueda le pide al peligrosísimo Clarín un prólogo para su libro Cantos de la vendimia; curioso, sobre todo, porque pone a prueba la vanidad casi invulnerable de Rueda. En principio, el ovetense se hace de rogar. Ante esa demora, el malagueño adopta una actitud servil y pedigüeña. Finalmente, Clarín se ofrece a prologar el libro, y se lo comunica al interesado mediante una carta versificada que publica en Madrid Cómico: “¿Que si escribo el prólogo? / Sí, señor, lo escribo, / porque algunos versos me gustan muchísimo; / otros son medianos y los hay malitos. / El conjunto puede, corrigiendo el libro, / ser cosa de gusto, discreto, bonito / y honrarse mi nombre con el frontispicio”. Pero el prólogo sigue demorándose, hasta que Rueda tiene que conformarse con poner al frente de su libro una carta abierta de Clarín que ya se había publicado en un diario madrileño y que el asturiano le envía para que haga las veces de prólogo. Se trata de un regalo envenenado, con frases casi inconcebibles con arreglo al protocolo de cortesía que se supone debe respetar un prologuista: “Sobra más de la mitad”, o bien: “Necesitaría yo el tiempo que no tengo para corregir sus versos”. Y Rueda se tragó el sapo. Uno más. (Aunque eliminó el prólogo de la segunda edición del libro.)


Hijo de jornaleros, Salvador Rueda nació en un caserío llamado Benaque, en la provincia de Málaga. Un cura que había sido discípulo de Balmes le enseñó los secretos del latín y le mostró el mapa del tesoro de los poetas renacentistas y barrocos. Tuvo muchos empleos, incluido el de poeta “áulico” al servicio de cualquier entidad pública o privada que tuviese presupuesto para pagarse unos versos ensalzadores. Aparte de su amplísima obra poética, escribió novelas y obras de teatro. En 1908 se dejó coronar en Albacete, lo que le equiparaba en rango a su admirado Zorilla. En 1910, en La Habana, se le coronó como Poeta de la Raza. Por si fuese poco, en la tertulia de Carmen de Burgos, Colombine, se le brindó una coronación privada de la que Cansinos-Asséns dejó testimonio burlesco en La novela de un literato. (En el libro La linterna de Diógenes, del peruano indiscreto Alberto Guillén, Julio Camba cuenta que Rueda se llevó su “corona de lata” a uno de sus viajes a América y que, al tener problemas para pasarla por la aduana -¿?-, el poeta alegó: “Es prenda de mi uso”.) Era tan vanaglorioso, que llegó incluso a renegar de muchas de sus composiciones, que declaraba haber escrito por necesidades económicas: su Musa arrastrada por los mercados. Aquella vanidad suya, tan desatada como en el fondo inocente, le obligó incluso a mostrarse humilde: ni siquiera Salvador Rueda había logrado estar siempre a la altura de Salvador Rueda.

Vista a la luz de la historia, su obra representa un esfuerzo loable por elevar la categoría estética de la poesía española de su época desde la puesta en práctica de un extraño código de motivaciones temáticas pedestres, de mal gusto, de inanidad y de palabrería. ¿Lo consiguió? No, claro está. Porque ¿qué fallaba en Rueda? Tal vez su grado de ambición: un poeta menor que aspiraba a la grandeza. Su mayor virtud acabó siendo su mayor defecto: el afán de escribir una Gran Obra, seguro además de estar escribiéndola cada vez que inclinaba sobre el escritorio su cabeza coronada.

Sus poemas acostumbran tratar asuntos peregrinos: los reptiles, los pájaros fritos, la sandía, la gaita asturiana, la paella, el escarabajo… El gran problema de Salvador Rueda fue tal vez que jamás interiorizó la poesía, que para él no era tanto una categoría estética adscrita al pensamiento y al sentimiento como un arte ornamental y sonoro, dependiente de los acentos, los ritmos, las palabras suntuarias y la maquinaria estilística en general; todo eso, en fin, que es sustento primordial de una composición poética, pero no tal vez su esencia más perdurable. De ahí que sus poemas parezcan, más que otra cosa, un chisporroteo verbal sin demasiado ton y con demasiado son, artefactos propensos a tomar las derivas más imprevisibles y a veces más ridículas, porque se ve que el verbalismo le narcotizaba, lo que, unido a su proclividad a un panteísmo católico y visionario, tiene como resultado algo que no se aleja mucho del puro disparate. Como escribió Rubén Darío, Rueda vivía “en su nube de oro sonoro, de oro irreal”, aunque se trataba más bien de una nube de purpurina.

Tal vez lo peor que puede decirse de Rueda es que sus poemas aburren -como aburren hoy, por lo demás, tantísimos poemas de Darío-. A poco que el lector de algunos de esos poemas suyos casi interminables baje un poco la guardia, no sabe ya ni qué está leyendo: un sonsonete que se impone al sentido, en el caso optimista de que exista ese sentido. Por si fuese poco, cuando Rueda decide adentrarse en laberintos más o menos metafísicos, lo más que le sale son cosas de esta naturaleza:


¿Y el alma? ¿Vuela libre? ¿Emigra? ¿Se transforma?
¿Si Dios en todo vive y a todo le da norma,
y a Dios vuelve su esencia, pudiera el alma infiel
cambiar, cual la materia, de círculos y escalas,
y ser el don divino que da impulso a las alas,
o la sublime gracia que ríe en el clavel?

Bueno, quién sabe. Pero lo peor de todo es que esta formulación lírica de la posibilidad de la trasmigración del alma se cierra con estos versos:

Yo quiero, cuando muera, seguir viendo ese cielo,
el cielo de la patria que fue mi único anhelo,
tras del cristal que rompa mi fúnebre prisión.
¡Y cuando el Sol de España por el cenit camine,
que en ráfagas de luces mis cuencas ilumine,
y llorará de gozo mi pobre corazón!

Así era Rueda: siempre en sí mismo, siempre fiel a sus simplezas delirantes.
En cualquier caso, si no firme en el fluir del tiempo, porque es un náufrago del tiempo, el voluntarioso, el entusiasta, el meritorio poeta Salvador Rueda -tan defectuoso, tan desproporcionado, tan grotesco a fuerza de aspirar a lo sublime-, merece que hoy, 75 años después de su muerte, nos acordemos durante un rato de él, invocando su fantasma, tan perdido, como el de tantos otros, en la niebla.


sábado, 28 de marzo de 2009

ENTREVISTA CON FBR


ENTREVISTA CON PEDRO ESPINOSA


(Publicada en EL PAÍS, edición Andalucía. 20.3.09)




Lo primero es una cita. Un recuerdo a Walter Arias, uno de sus personajes de novela más inolvidables. "Hay que contar todo: lo que ocurre y lo presentido, lo previsto y lo improbable, lo que creemos ver y lo que imaginamos ver". Felipe Benítez Reyes (Rota, Cádiz, 1960) abre así su último libro, Oficios estelares (Editorial Destino), un repaso a 26 años de relatos, que incluye todos sus anteriores libros de narrativa breve y uno inédito.
"En literatura se puede contar todo, aunque también hay que saber lo que no hay que contar para que quede un margen de misterio, digamos. Un relato se hace de evidencias y de sugerencias, de revelaciones y de secretos. Se cuenta una historia y de fondo se está contando otra, que suele ser la importante", explica el autor. Benítez Reyes se recrea en la variedad de sus cuentos. "Soy partidario de que los libros de relatos no sean unitarios. Prefiero los caleidoscopios".

Es la segunda recopilación de su carrera y la publica muy poco después de repartirse entre las librerías su antología de poemas, artículos y novelas Laboratorio de irrealidades (Diputación de Cádiz). "Las recopilaciones son fundamentalmente prácticas. Rescatan libros agotados y ofrecen un dibujo de conjunto. Esta recopilación mía incluye además un libro inédito", detalla casi a modo de justificación.

El repaso de tantos años de literatura permite descubrir a un creador diverso y sorprendente, que se mueve a gusto rastreando en la cotidianidad de la realidad como indagando en los senderos más oscuros de la imaginación. "Practico ambas estrategias. En este libro hay de todo: historias realistas y fantásticas, probables e imposibles, suposiciones quiméricas y cotidianidad, personas de carne y hueso y monstruos imaginarios", repasa.
Sus musas son inesperadas pero él siempre está atento a sus repentinas apariciones. "Muchos de mis relatos suelen partir de la observación de un detalle minúsculo que luego someto a un proceso de amplificación. Observas algo, un hecho trivial, y adivinas de pronto la posibilidad de una historia. A fin de cuentas, el escritor tiene mucho de espía de realidades. Bueno, y de irrealidades también".
Benítez Reyes reconoce que se fija mucho en los que le rodean. "Yo observo mucho el comportamiento de los desconocidos en lugares públicos y les invento luego una historia que seguramente no tiene nada que ver con ellos, pero mi oficio es ése".

Hay en la labor de recopilación siempre un esfuerzo nostálgico, una autoevaluación de la que el escritor no huye pero en la que tampoco se recrea. Más que orgullo, sus relatos, leídos de nuevo ahora, le producen tranquilidad. "Salieron como quería que saliesen. Ya es bastante. No sé si lo último siempre es lo mejor. Hay que tener en cuenta que no todas las trayectorias literarias son ascendentes. De modo que hay que andarse siempre con cuidado: el hecho de haber escrito algo que esté bien no es garantía de que lo siguiente vaya a estar mejor. Ni siquiera igual. Uno no puede fiarse ni de sí mismo".

Los 17 relatos inéditos se engloban bajo un mismo título: Fragilidades y desórdenes. Son nuevas aportaciones tras un intenso ejercicio de repaso. "Casi preferiría que el sorprendido fuese el lector. El escritor está dispensado de tener que sorprenderse a sí mismo". Aunque confiesa haberse encontrado alguna ocurrencia inesperada. Es un viaje a un pasado literario pero no una búsqueda de sí mismo. Aunque de su nuevo libro broten las manías intransferibles y los recursos estilísticos de un mismo autor, se complace de la variedad del resultado final. Lo dice recién abierto su caleidoscopio.

Las neblinas de un Cádiz fantasmagórico


Ponerse a repasar toda una vida de relatos no detiene al ganador del Premio Nadal de 2007 con Mercado de espejismos. Su próximo trabajo será una novela. Una novela ambientada en las calles de Cádiz. Pero su viaje a la capital gaditana se llenará de tinieblas. "Un Cádiz fantasmagórico, un poco envuelto en neblinas", describe. Es un recorrido por una ciudad que admira. "Me parece una de las más bonitas y vivaces del mundo, al menos de las que conozco. Paso buena parte de mi tiempo allí, callejeando. El habla gaditana es muy creativa. La gente, en la vida cotidiana, se esfuerza por salirse de los patrones expresivos previsibles y se pone a jugar con el lenguaje", explica el autor.

Poeta. Novelista. Narrador. Felipe Benítez Reyes no encuentra género chico. Y no le gusta mezclar. "Las novelas las concibo como tales y los relatos como tales. Si se piensa, el relato tiene mucho de despilfarro, ya que una novela suele ser un relato prolongado. El relato, como el poema, se basa en la intensificación", reflexiona. "En cualquier caso, no hay que entender el relato como una novela escatimada ni como una novela embrionaria. El relato tiene su autonomía como género. Un género que ha dado muchas de las mayores obras maestras de la literatura".

No oculta su admiración a Borges. "Es un uno de mis autores magistrales, aunque más como poeta y ensayista que como narrador, a pesar de ser un narrador prodigioso con esa habilidad que tenía para convertir el truco en magia".

Paseará en su próximo trabajo por una Cádiz de neblinas. Una ciudad volcada ahora en el bicentenario de la Constitución de 1812, aclamada entonces entre las calles que le inspiran su nueva novela. Comparte el espíritu de la conmemoración pero le pide compromiso. "Estaría bien que sirviera para que los gaditanos recordaran su historia y se decidieran a hacer de nuevo de Cádiz un referente de progresismo".

ESTAMPA MATINAL


ESTAMPA MATINAL



Se levanta uno, desayuna, se asoma a la ventana, enciende un cigarrillo, observa el ir y venir de la gente madrugadora: los diligentes comerciantes, los niños que acuden al colegio con aspecto de expedicionarios, las jóvenes dependientas de ojos soñolientos, porque están en edad de trasnochar un poco entre semana; el barrendero meticuloso que elimina los desechos confusos de la noche, la florista que pone en armonía los jacintos y las lilas, los manojos de claveles; el vendedor de cupones, asentado firmemente en su tiniebla, señor de los azares; el repartidor de butano, Sísifo de las bombonas, halterofílico a jornada completa; los camareros que ordenan los veladores de las terrazas, silbando una canción que habla de amores…

Observa uno ese trajín desde la ventana mientras el humo del primer cigarrillo le entra en el cuerpo como un veneno amistoso, mientras la conciencia recompone su laberinto de culpas y de anhelos, mientras el ser regresa al cuerpo tras las navegaciones imprevisibles por el mundo líquido del soñar, y se alegra uno, en fin, de que la realidad se instaure en la mañana de modo tan perfecto y tan rotundo: dueño cada cual de sus afanes y regente cada cual de su destino; y se alegra uno de que la vida fluya de manera más o menos sensata, conforme a un equilibrio de apariencia absurda, aunque de esencia aterradoramente lógica. Se alegra uno, en definitiva, del espectáculo modesto y organizado de la rutina colectiva, del bullebulle confuso de quienes inauguran el día, de quienes cada día reinventan su razón de estar en el mundo, de quienes cada día reconquistan su lugar en el mundo.

Van incorporándose al escenario los ociosos que pasean con el periódico bajo el brazo, clientes de cafeterías que huelen a mantequilla caliente; llega la furgoneta del repartidor de golosinas, cueva de Alí Babá para los niños, con chucherías multicolores, con paquetes fosforescentes de frituras, con juguetillos que logran entretener durante un rato y que luego se rompen, como las ilusiones, o se tiran, como tantas otras cosas a lo largo del vivir; llegan los mensajeros con su paquetería urgente, con sus sobres y paquetes enigmáticos, porque todo lo urgente esconde un enigma; pasa con su carro chorreante el vendedor de pescado, con su pregón ronco…

Se levanta uno, desayuna, enciende un cigarrillo, se asoma a la venta y observa el sereno y extraño fluir de la vida, las tareas de los atareados y los ocios lentos de los ociosos, y da en creer que hay algo milagroso en ese caos amable de todas las mañanas, un portentoso mecanismo que activa de manera automática la realidad, el minucioso espejismo de la realidad, hasta que el cigarrillo se consume y se suma uno a ese espejismo.

ENTREVISTA


ENTREVISTA CON NURIA AZANCOT EN "EL CULTURAL" de EL MUNDO (2008)





Se ve que, como él mismo escribe , “la vida es demasiado larga, al menos para ser tan corta”, o quizá sea que a Felipe Benítez Reyes (Rota, 1960) le ha cundido mucho, porque acaba de reunir en Laboratorio de irrealidades (Diputación de Cádiz) una antología de poemas, relatos, novelas, teatro, ensayo y traducciones que son “espejos que reflejan espejismos de quita y pon”.


Pregunta: ¿Qué ha descubierto de sí mismo con esta antología general?


Respuesta: Precisamente, que uno siempre acaba siendo más o menos el mismo, aunque reflejado en espejos extraños. Espejos que reflejan espejismos de quita y pon.


P: ¿Qué le sorprende más del poeta que fue?


R: Que lo fuera. De todas formas, supongo que nadie está capacitado para sorprenderse de su pasado. Sería un malabarismo psicológico muy pintoresco. Llega un momento en que ni siquiera resulta sorprendente el futuro.


P: ¿Y del narrador?


R: Quizá que acertara a poner el punto final a historias potencialmente infinitas.


P: De todas formas, ¿se reconoce en sus primeros poemas, en sus primeros balbuceos narrativos?


R: En la misma medida fantasmagórica en que uno se reconoce en las fotografías antiguas.


P: Si escribir es una forma de entender la vida, ¿cómo explicaría la suya?


R: Es posible que una vida no admita explicación: se configura a fuerza de hechos incoherentes y pensamientos contradictorios, y lo curioso es que todo eso tiene como resultado una armonía anómala, aunque armonía al fin y al cabo.


P: ¿Se ha descubierto más poeta que narrador, más ensayista que poeta, más...?


R: Me temo que soy un escritor que padece diversos trastornos bipolares.


P: ¿Podría recordarnos alguno de sus primeros versos, esas letras de canciones en inglés-comanche?


R: La memoria es compasiva. Las tengo por ahí, en una carpeta, pero me da vergüenza leerlas. Uno se debe a sí mismo un poco de respeto.


P: ¿Soñó quizá ser Bob Dylan y se quedó en ...?


R: Yo soñaba más bien con ser Jimi Hendrix, pero ya estaba muerto.


P: De los autores que admiraba cuando comenzó a escribir, ¿a quién le ha perdido el respeto?


R: Creo que hay que ser respetuoso con los antiguos maestros aunque se les derrumbe el pedestal.


P: ¿Pero quién, y por qué, le resulta hoy imposible?


R: A los 20 años me gustaban mucho los poetas modernistas, incluidos los de cuarta fila. Hoy sólo llego a los de tercera. Va uno degenerando.


P: ¿Qué es lo que viene después de lo peor?


R: La calma, al menos si se es un poco taoísta.


P: ¿Y como escritor?


R: Como escritor, conviene ponerse siempre en lo peor en todos los aspectos, por lo que pudiera pasar, aunque nunca pase gran cosa.


P: ¿Qué tiene de Quijote y de don Juan, dos personajes que estudió?


R: De don Quijote, el desprecio por las armas de fuego. De don Juan, tal vez la capacidad de improvisar ripios de viva voz a la luz de la luna, o incluso a mediodía.


P: Al final de su antología confiesa que hay algunos libros que suprimiría... ¿Cuáles y por qué?


R: Varios. Pero no voy a delatarlos, porque son inocentes: la culpa es sólo mía. Además, la cosa no tiene ya remedio, y lo irremediable es un espacio hermético para el que no existe llave.


P: ¿Qué le gustaría escribir a continuación?


R: Una novela que tengo ya clara, dentro de lo que cabe. Pero el proyecto es tan imprudente y tan laborioso, que no veo el momento de abordarlo. Aunque está bien así: las obras aún no escritas tienen el privilegio de flotar en el ámbito platónico de la perfección. Luego viene lo que viene: la sombra.


P: ¿Sigue teniendo cuento para rato...? Lo digo porque acaba de ganar el NH de relatos...


R: Muchos piensan que el relato es una especie de faena de alivio. A mí me parece un género prodigioso si el resultado alcanza a ser prodigioso, claro está, como ocurre con todo. No hay géneros mayores ni menores, sino autores mayores o menores en el género que sea.


P: Incluye en el libro un ensayo sobre Luis García Montero, “poeta con brújula”. ¿Qué relación mantiene con él?


R: Una relación fraternal que dura ya treinta años. Al cariño puedo unir la admiración.


P: ¿Y con Ángel González?


R: Aparte del poeta único que fue, fue una persona única. No he conocido a otro melancólico tan respetuoso con la felicidad, que él sabía encontrar en cosas muy pequeñas.


P: ¿Qué fue de la saña contra los poetas de la experiencia como usted?


R: Eso se calmó un poco. Sólo parece persistir Gamoneda, él sabrá por qué.


P: ¿Qué clásico sigue entusiasmándole?


R: Todos aquellos que han sobrevivido a la fosilización y todos aquellos que han conseguido transformarse en fósiles portentosos.


P: ¿Y por qué poeta joven apuesta sin dudar?


R: Por todo aquel que dude de sí mismo sin dejar de estar seguro del poeta que es.


P: ¿Qué verso suyo recomendaría a un joven lector que no le haya leído?


R: Recomendar algo es siempre una imprudencia, porque se corre el riesgo de defraudar, pero recomendar algo propio es una petulancia. Aparte de eso, uno escribe por escribir, no para ser leído.


P: ¿Y un verso ajeno?


R: Tal vez uno de Lope: “Dar la vida y el alma a un desengaño”.

CARMEN LAFFÓN


CARMEN LAFFÓN Y SU LECCIÓN ETÉREA





El agua que es una luz rizada.

La luz rizada en el agua.

El paisaje transformado en una fantasmagoría espumosa.

El mar embrumado, brumoso, abrumado por el sol que se oculta tras un velo para ser invisible como los dioses.

La levedad solemne, la solemnidad ingrávida.

El horizonte que renuncia a ser horizonte por su afán de ser la costa etérea de una utopía, la franja de una tierra inalcanzable.

La plata rápida y volátil del amanecer.

La rosa disgregada por el aire.

El celaje que vibra, orgulloso de su infinitud.

La noche universal de quien mira la noche.

La superficie inquieta del agua, puerta de los submundos silenciosos.

La amabilidad del añil.

La violencia esplendorosa del azul ultramar, que es un azul que está siempre más allá de los mares verdaderos.

La negrura que azulea y el azul que sugiere la negrura.

La noche insinuada.

La noche total que se teje a sí misma con hilos de tiniebla.

La noche maquillada por la luna.

La reverberación de la niebla entre la niebla.

El misterio del agua que no tiene más misterio que el de ser agua.

Los espectros firmes y errabundos de la bruma.

Los espectros nocturnos que giran sobre sí mismos con vocación de nube, de espiral ambulante, de fosforescencia condenada a vagar eternamente.

La mano que sabe detenerse por respeto al misterio.

La mano de Carmen Laffón, extendiendo las aguas híbridas del Coto por la superficie de la nada.

Hasta que la nada esplende.




(2005)

MERCADER DE ESPEJISMOS




MERCADER DE ESPEJISMOS


JUAN BONILLA

(Publicado en el diario SUR, 02-02-07)

A sus veintipocos ya era un maestro considerado como tal por los mayores y admirado por los más jóvenes. Sólo había publicado dos o tres libros de poemas de insólita madurez, y dirigía la mejor revista literaria de la época, Fin de Siglo, que uno buscaba ansiosamente cada tres o cuatro meses y bebía en un solo día entusiasmado. Su voz era elegante, descreída y sabia: la de alguien que prueba los trampolines que le ofrece la tradición para impulsar sus saltos a sabiendas de que los saltos importan más que los trampolines, porque aunque unos sean imposibles sin los otros, los trampolines no serían más que tablones situados a determinada altura sin que las piruetas de los saltos los justificasen.


Paraíso manuscrito -donde había un poema sobre un mercader que cada tarde extendía las manzanas, el tiempo-, Los vanos mundos, La mala compañía eran los títulos de sus primeros libros de poemas, en los que por una «solemne música hechizado», Felipe Benítez Reyes empezaba a construir un mundo donde triunfaba con enérgica gracia la mágica perplejidad ante el mundo, teñida a veces por el leve desengaño y el descreimiento de quien sabe que el mundo es una continua plantación de espejismos.


Como ya se había convertido en autor inevitable en nuestro panorama poético, le empezaron a crecer enemigos que, con insuficiente destreza, trataban de minusvalorar sus obras tomando de ellas lo anecdótico para representarlas: que si sólo hablaba de bares nocturnos y niñas fatales, que si con dos golpes de Borges y una rodaja de Cernuda construía meritorias imitaciones de Eliot. Entonces publicó su primera novela, Chistera de duende, y luego otro libro de poemas, Sombras particulares, y otra novela, Tratándose de ustedes, audaz como pocas en unos años de soberano aburrimiento narrativo.


Era a comienzos de los noventa y por mucho que les doliera a sus envidiosos atacantes, quedaba claro sin posibilidad de duda que Felipe Benítez Reyes era de esos autores que alcanzan a tener una voz inconfundible, de los que, siguiendo el precepto clásico que aconsejaba poner todo lo que uno sea en lo más insignificante que se haga -precepto que copió Pessoa-, lograba imponer la singularidad de su voz igual en una reseña que en un relato.


La reflexión -o el pasmo- ante el paso del tiempo, ante el tiempo como monstruo y como enemigo, la mirada a la vez fría y emocionada al carnaval de espectros que es la realidad, caracteriza a la poesía de Felipe. Cada vez que un poeta se decide a escribir novela se ve obligado a esquivar las balas necias de quienes, perezosos entomólogos, no consiguen dar crédito al hecho de que quien ha emocionado con sus versos pueda también divertirnos con sus relatos. Para eso inventaron el término "novela lírica": para rebajar la narrativa de los poetas.


Pero la de Benítez Reyes no tiene nada que ver con ese tipo de narrativa. Con suficiente audacia, ha ido creando un mundo absolutamente identificable, sobre todo en su novela El novio del mundo, una pieza mayor en la que caben cientos de carcajadas, escrita con una prosa luminosa, soberbia, que no se permite un desmayo a pesar de que la novela alcanza el medio millar de páginas. Su personaje, Walter Arias, es de esos que siguen latiendo una vez que se ha cerrado el libro en el que lo encontramos, de esos a los que nos topamos a menudo en las calles de la realidad, en las que reconocemos su huella en cosas que hacen los otros (inmediatamente etiquetados como plagios de Walter).


Algo parecido se puede decir del lector de filósofos y filósofo él mismo, Yeremi, el fantasma alucinante que protagoniza El pensamiento de los monstruos, novela donde hay un viaje a Puerto Rico que es uno de los capítulos más divertidos que se hayan escrito entre nosotros.


Las novelas de Felipe están pobladas de una extrañeza genuina, abordan la realidad como si fuera -lo que seguramente es- una fiesta de disfraces sin reglas y sin sentido. En cierta manera, los personajes de Felipe son náufragos que no tienen más remedio que inventarse islas donde sobrevivir con las herramientas a su alcance -las drogas valen, claro- sin perder del todo la conciencia de que en realidad esas islas son inventos a que han sido obligados por unas fuerzas que, de tan invisibles e insensatas, han perdido para ellos toda capacidad de influencia en sus actos. La realidad es una continua impostora, y los personajes mejores de Felipe son desubicados que se las arreglan para ubicarse hasta el punto de que, sabia y coherentemente, desubican a todo lo demás -los lectores entre ellos-. De ahí que, con ser divertidísimas, propongan también sabias lecciones morales, pues no es su autor de los que consideran que para ese propósito el novelista haya de hacer de la grave solemnidad y el aburrimiento contumaz armas con las que construir una ficción seria.


A mi ver, Felipe ha logrado lo que no consiguieron nuestros buenos humoristas de los años 20, cuyas ficciones perdían fuerza al conformarse con la, por otra parte, muy noble ambición de hacer gracia. Obras como Roque Six o Don Clorato de Potasa o algunas de las novelas de Ramón Gómez de la Serna, adolecen de una confianza en sus propias capacidades para, además de divertirnos, tocar los nervios de la emoción y llegar más allá de donde llega el que confía toda su suerte a los méritos de su humorismo, lo que no deja de ser una pena, pues obras que podrían haberse situado en la verdadera vanguardia de nuestra narrativa, como la novela de Neville o la de López Rubio, se quedaron en luminosas anécdotas que sólo son fallidas por las ansias del lector de que alcanzaran más lejos, no por las de los autores que parecen conformarse con hacernos pasar un buen rato ensayando sus «más difícil todavía».


Por eso el humorismo de Felipe Benítez Reyes es mucho más potente y eficaz: sus novelas no pierden de vista un solo momento que el deber primordial de un relato es entretener (incluso en el sentido que tiene ese verbo de impedir a alguien que se ponga a hacer lo que tenía que hacer), pero refuerza esa ambición con un dibujo del mundo en el que éste es una especie de juguete extraño cuyo mecanismo resulta imposible de comprender, y nosotros, espectros armados de dogmas, tácticas de defensa, miserias rotundas que apenas nos salvamos mediante los sanos delirios de la imaginación.


Como ensayista Felipe ha dado constantes pistas de cuáles son los trampolines que utiliza para efectuar sus saltos: el temblor de Eliot, la capacidad de deslumbrar de Nabokov (otro gran humorista que no se conformaba con divertir), la hondura de Cernuda, el brillo de Chesterton. Como cuando los leemos a ellos, nos acompaña leyendo a Felipe Benítez Reyes la convicción de que será capaz de decir de modo memorable lo que se proponga: suscitar esa sensación es cosa sólo al alcance de aquellos que han logrado ganarle al mundo una parcela donde hacer ondear su bandera, una parcela en la que instalar su propio mundo, los que han logrado el milagro de imponer su voz y hacérnosla reconocer en cualquier parte donde suene.


La voz de Felipe es una voz amable, descreída, dispuesta a celebrar la belleza con imágenes fulgurantes y corregir cualquier atisbo de grandilocuencia con un golpe de humor rotundo.


Ahora agrega dos títulos a ese mundo distinguido: los poemas de La misma luna (Visor) y la novela Mercado de espejismos (Destino), con la que ganó el Premio Nadal.


Hace unos meses, en un bar de Madrid, nos contaba Felipe los avatares que rodearon la redacción de su novela, su viaje a Colonia y la aparición de un bobo best-seller que empezaba con una idea que está en su novela. Resultaba tan descacharrante que uno no podía sino apremiarlo para que la concluyese.


El nuestro es un tiempo en el que inevitablemente el género narrativo por excelencia había de ser la parodia: un tiempo en el que miles de lectores quedan enganchados a la pésima prosa de unos redactores que les hablan de insondables misterios que tienen que ver con reliquias legendarias, con documentos que poseen sectas inverosímiles, con secretos que han esperado siglos para salir todos a la vez y conmocionar el panorama literario, se merecía una obra que, utilizando esas apasionantes zarandajas, se atreviese a dar unas cuantas volteretas para que lo que saliera incólume de su sacudida fuese aquello que rara vez asoma en las expediciones esotéricas de moda: la literatura.


Es lo que ha conseguido Felipe Benítez Reyes con una novela que no sólo resulta, como todas las suyas, radiante y divertidísima, sino que también consigue ser aquello a lo que debería aspirar cualquier novela: necesaria.






DON QUIJOTE


PRIMERA SALIDA DE DON QUIJOTE



Lunático en su luna, vagamundo hechizado,
absorto en sus quimeras de endriagos y amadises,
su estampa reflejada, ojival, en los charcos,
en un rocín al trote, va el caballero triste.

Quijote en su impostura, Quijano alucinado,
mohosa la armadura, indigno el morrión simple,
anda en busca de lances de corte sobrehumano:
leones y molinos, gigantes y merlines.

Qué frágil caballero, ¿verdad?, con su vesania
nacida del veneno verbal de las ficciones,
perdido en sus delirios de magia y de poder.

Qué destino tan alto, y qué suerte tan mala.
Qué ilustre marioneta de los encantadores,
lanzado a los peligros del campo de Montiel.


(2003)

viernes, 27 de marzo de 2009

CÁDIZ



ACUARELA DE CÁDIZ



En el Cádiz viejo no se oye el mar, pero parece retumbar en el subsuelo, fluir en lo hondo y más oculto, correr bajo las calles entre ruinas fenicias, entre estatuas romanas de mármol verdinoso, en una especie de estampa de surrealismo metafísico: un mundo subacuático de capiteles y peces, de algas y columnas, de caracolas y sarcófagos, de náufragos de quién sabe cuándo y de ánforas de quién sabe cuándo, de cañones con costra de siglos, de túneles.

(¿Fantasías sin fundamento? Claro que sí, pero de eso se trata: las ciudades que merecen la pena nos vuelven fantasiosos, porque no acaban en sí mismas: las pensamos. De modo que sigue uno con sus fantasías, que al fin y al cabo no son sino realidades que buscan entretenimiento en el ámbito de la conjetura…)
Parece Cádiz una ciudad de cimientos huecos, construida sobre el agua, y de ahí que dé la impresión de presentársenos tan liviana y etérea, tan fundida con el aire, tan a pique de desmoronarse como se desmorona la piedra ostionera, muy poco a poco; esa piedra ostionera de los muros de las casas gaditanas que viene a ser el bajorrelieve de la vida del mar: sus siluetas de crustáceos, sus reflejos nacarados...

Cádiz es un laberinto que hay que recorrer mirando hacia arriba. (Las perspectivas imposibles. Las fachadas suntuosas que nadie puede ver. Las balconadas que casi se tocan, frente a frente. Las torres ocultas) Y, de pronto, el espacio se abre: plazas de San Antonio, de Mina, de San Juan de Dios… Y allí la ciudad respira, y derrocha luz, antes de que el paseo nos reingrese en el claroscuro del laberinto. Ese paseo que puede llevarnos a la Alameda Apodaca, con su azulejería imprevistamente trianera y con su aire –a la vez- de espacio decimonónico de ultramar, de parasol y calesa, con sus ficus gigantescos de tronco gótico, con su balaustrada sobre la bahía, con las aguas cambiantes, sometido su color al viento que sople. O pueden llevarnos los pasos al barrio del Pópulo, donde Cádiz se vuelve una espiral, recogida y enredada, entre columnas salomónicas y ruinas de Roma, y salir a la plaza de esa catedral de piedra blancuzca y de cúpula amarilla, y seguir hacia la plaza llamada de las Flores, donde todo son colores y olores mezclados de flor, de café y de churros, y detenerse en el mercado de abastos, donde los pescaderos exhiben el género con la misma ostentación que los joyeros el suyo, y de allí seguir por la calle Columela, entre el bullicio que le dan los muchos comercios, y subir luego, qué sé yo, a la plaza de San Francisco, tan parisina, con su Hotel de Francia-París y su Café Parisién, para corroborar y acentuar su aire afrancesado, y darse una vuelta por la Plaza Mina, tan parecidísima, sin parecerse en nada, a la Plaza de Armas de La Habana, y asomarse a la plaza de la Candelaria, tan modernista, tan caribeña y tan decimonónica, y… Bueno, la ruta que se trace uno o que trace el azar, que es al fin y al cabo el mejor baedeker.

Pero Cádiz no es sólo un delicado y portentoso paisaje urbano, claro está, sino también un insólito paisaje humano: esos comerciantes que tienen siempre una frase con golpe de ingenio en la boca, y a los que acabas comprándoles alguna cosa más porque sí que por necesidad de lo que les compras, porque te han hecho cómplice de una risa, y eso no tiene precio; esas vendedoras de lotería clandestina en el barrio al que llaman La Viña, popular y marinero, donde la ciudad pierde su esplendor dieciochesco y decimonónico y las casas son pequeñas y bajas, con portales que se caen a veces a pedazos, porque allí la vida aprieta; esos hombres de aspecto formal que, luego, cuando llegan los carnavales, se disfrazan de la cosa más impensable y se echan a cantar por los callejones a quien quiera escuchar sus ocurrencias, con rimas que despiertan la carcajada…

La vieja Cádiz es bulliciosa durante el día y casi fantasmagórica en cuanto cae la noche. Se queda entonces la ciudad vacía, para quien la quiera, para quien quiera oír el eco de sus propios pasos por las calles, por plazas recoletas en las que conviven las estatuas con las palomas duermeveladas. ¿Una ciudad dormida? Más bien una ciudad sonámbula, una ciudad que parece navegar muy lenta, guiada por la luna, mar adentro, para volver a sí misma en cuanto amanezca, en cuanto las azoteas vayan tiñéndose de blancura, en cuanto las ventanas empiecen a abrirse, en cuanto lleguen a los puestos las cajas de pescado, rebosantes de hielo hecho confeti; en cuanto unos salgan a trabajar y otros, los pequeños, a aprender las cosas del mundo. Y ya entonces el escenario se puebla, como todos los días. Y todo vuelve a su ser, como todos los días.